Por: Israel Reyes
Elon Musk no es solo el hombre más rico del mundo; ahora quiere ser el dueño del Estado. Con su influencia en políticas públicas, su control sobre plataformas clave de comunicación y su proyecto de “optimizar” el gobierno a través del DOGE (Departamento de Eficiencia Gubernamental), está haciendo lo que ningún capitalista había logrado antes: convertir el aparato estatal en una extensión de sus intereses personales. Pero aquí hay un problema, y Marx lo vio venir: el capitalismo no sobrevive cuando el Estado se reduce a un feudo privado.
El Estado no es un negocio
Musk opera bajo una lógica simple: si algo no le genera ganancias, sobra. Sus recortes al gasto público, sus ataques a regulaciones y su desprecio por servicios básicos como Medicaid reflejan una visión miope. Pero como bien señaló Nicos Poulantzas, el Estado necesita “autonomía relativa” para funcionar. No puede ser un títere de un puñado de billonarios, porque su rol es mantener las condiciones que permiten al capitalismo en general reproducirse, no enriquecer a Elon o a Trump.
Marx lo dijo claro en El Manifiesto Comunista: el Estado capitalista es “un comité para gestionar los asuntos comunes de toda la burguesía”, no de un oligarca. Cuando ese equilibrio se rompe, el sistema se vuelve frágil. ¿Ejemplo? Argentina en el siglo XX: un país que pudo ser potencia, pero terminó sumido en crisis porque su Estado fue capturado por elites que lo usaron como botín. Mientras Canadá invertía en infraestructura y regulación, Argentina se hundió en el clientelismo. La historia no perdona a los Estados que se vuelven herramientas de unos cuantos.
Musk, Trump y el capitalismo suicida
Lo que Musk y Trump están haciendo no es “reformar” el Estado; es desmantelar las reglas que evitan que el capitalismo se autodestruya. Sin regulaciones, sin inversión pública en educación o salud, sin frenos a monopolios, el sistema se corroe. Adam Tooze lo advierte: ningún magnate había intentado antes gobernar directamente como copresidente informal. Es un experimento peligroso.
La teoría marxista del Estado predice que esto terminará mal. O el sistema corrige el rumbo (con crisis, protestas o cambios políticos) o colapsa en una espiral de desigualdad y estancamiento. Musk puede creer que su riqueza lo hace inmune, pero ni siquiera el capitalismo sobrevive sin un mínimo de equilibrio.
¿Democracia o cleptocracia?
La buena noticia es que la resistencia crece. Movimientos sindicales, protestas y hasta sectores del propio establishment político ven el riesgo de que el Estado se convierta en un club privado.
El capitalismo necesita un Estado que funcione, pero Musk parece empeñado en convertirlo en su startup personal. El problema no es solo que sea injusto; es que es insostenible. Y cuando la historia juzgue esta era, no recordará a Musk como un genio, sino como el hombre que quiso comprar el sistema… y lo rompió.