Cuando Ismael “El Mayo” Zambada confesó en un tribunal de Estados Unidos su papel en la corrupción mexicana, ocurrió algo peculiar: la historia se partió en dos. De un lado, el relato estadounidense, solemne y judicial, con cifras millonarias, nombres codificados y un veredicto que entra a los archivos de su sistema legal. Del otro, el relato mexicano: mediático, político, envuelto en declaraciones defensivas, con silencios estratégicos y una indignación que parece de rutina.

Podría decirse que son dos teatros montados en paralelo. En Washington, el Mayo es exhibido como trofeo, prueba del alcance del Estado de derecho norteamericano. En Ciudad de México, el Mayo se convierte en excusa para señalar culpables difusos o para deslindarse con frases como “eso pasó antes de mi gobierno”. Allá se habla en términos de sentencia; aquí en términos de coyuntura.

En Estados Unidos, la confesión se presenta como victoria. Los fiscales enfatizan los 15 mil millones de dólares que el capo aceptó entregar, y con ello refuerzan la narrativa de que el crimen organizado puede ser debilitado por la vía financiera. Para la política interna norteamericana, sirve como munición electoral: prueba de que su justicia trasciende fronteras y de que son ellos —y no nosotros— quienes logran arrancar verdades a los capos históricos.

En México, en cambio, el caso genera una sensación de resignación amarga. La noticia confirma lo que todo ciudadano sospechaba: que la corrupción no es excepción, sino engranaje. Lo dramático es que la verdad salió a la luz fuera de nuestras instituciones. Aquí, lo que debió ser una investigación propia se convirtió en espectáculo importado. No es justicia hecha en casa: es justicia subarrendada.

El contraste revela más que diferencias judiciales: habla de dos maneras de procesar la memoria. Allá, el expediente del Mayo quedará archivado como una victoria legal; aquí, su nombre seguirá flotando en el aire como símbolo de impunidad. Allá se cierran capítulos; aquí apenas se abren heridas.

Lo preocupante es que el país corre el riesgo de quedarse atrapado en el papel de público, mirando cómo se cuentan nuestras tragedias en otro escenario. Si reducimos la confesión a un chisme político, perderemos la oportunidad de exigir lo obvio: que el sistema de justicia mexicano investigue con el mismo rigor.

Porque mientras en Estados Unidos se habla de un capo caído, en México se habla de un sistema que sigue de pie… pero carcomido por dentro. Y esa es la diferencia que más debería dolernos.