La humanidad, esa criatura inquieta que camina entre ruinas y canta en lenguas antiguas, ha vuelto a mirar hacia sus raíces. La UNESCO, en su más reciente cónclave patrimonial, ha inscrito 26 nuevos sitios en la lista que resguarda lo que somos y lo que fuimos. No es poca cosa: hablamos de enclaves que, como espejos enterrados, reflejan el genio, la fe y la fragilidad de nuestra especie.

Desde los castillos bávaros de Luis II —ese monarca que soñaba en mármol y deliraba en torres— hasta los petroglifos de Murujuga en Australia, donde los ngarda-ngarli han grabado su historia durante más de 50 mil años, el listado de este año es un mapa emocional del planeta. Hay selvas que respiran como pulmones milenarios en Sierra Leona, tumbas excavadas por manos prehistóricas en Cerdeña, y rutas sagradas que cruzan México como venas espirituales: la Wixárika, que conecta Wirikuta con el corazón de cinco estados.

Lo notable —y aquí el tono krauzeano se afila— es que muchos de estos sitios no fueron promovidos por burócratas ni por ministerios de turismo, sino por las propias comunidades que los habitan, los cuidan y los veneran. Es el patrimonio vivo, no el congelado en vitrinas. Es el testimonio de que la cultura no es un lujo, sino una necesidad.

En tiempos donde el algoritmo dicta qué ver y qué olvidar, que la humanidad se detenga a reconocer su memoria profunda es casi un acto de resistencia. Porque estos lugares —ya sean megalitos alineados con precisión astronómica o selvas que aún susurran en dialectos botánicos— nos recuerdan que no todo puede ser monetizado, que hay belleza que no se vende, y que el pasado, lejos de ser una carga, puede ser brújula.

México, por supuesto, no se queda atrás. La ruta Wixárika es más que un camino: es una peregrinación hacia lo sagrado, una narrativa tejida con peyote, cantos y cerros que hablan. Que haya sido reconocida por la UNESCO no es solo un logro diplomático, sino una victoria simbólica para los pueblos que aún creen que la tierra tiene alma.

Así que celebremos, sí, pero también cuidemos. Porque el patrimonio no se hereda: se defiende. Y en cada piedra tallada, en cada selva intacta, hay una historia que nos pertenece a todos.