Durante años, la Marina fue elevada al altar nacional por su imagen de institución incorruptible. Desde Calderón hasta López Obrador se le apostó confianza. Incluso, se la colocó al resguardo de aduanas estratégicas como si fuera un cerro inexpugnable frente al crimen organizado. Su imagen de pulcritud operativa, su aura de incorruptibilidad, su leyenda. Pero hoy, esa leyenda se agrieta. Y duele.
Hagamos memoria. Recorramos los hechos:
— 2006: Felipe Calderón declara la guerra al narcotráfico. La Marina se convierte en la punta de lanza. Su intervención es sinónimo de eficacia: operativos limpios, capturas de alto perfil (desde “El Rey Zambada” hasta “El Chapo” Guzmán). La institución se forja, a ojos de la ciudadanía, como un cuerpo impoluto.
— 2019: El huachicol —ese saqueo sistémico de hidrocarburos— alcanza su punto más álgido. Se calcula que se extraían ilegalmente hasta 80,000 barriles de combustible al día. La Marina es desplegada para asegurar ductos y instalaciones estratégicas de Pemex. La confianza se deposita en ellos.
— 2021-2023: Comienzan a filtrarse rumores. Corridos no oficiales hablan de “peces gordos” con uniforme que cobran piso por permitir el robo de combustible. Se desestiman como fake news, como campañas de desprestigio. La fe ciega en la institución actúa como un muro.
— Septiembre de 2025: La filtración. Algunos medios de comunicación y Mexicanos Contra la Corrupción revelan la operación “Gasolina Fantasma”. La investigación apunta a una red al interior de la Secretaría de Marina (Semar) que, presuntamente, habría facilitado por años el robo de combustible en Veracruz, Puebla y Tamaulipas. Los números son obscenos: más de 3,500 millones de pesos desviados. Los implicados: mandos medios y altos, algunos ya detenidos. La trama incluye permisos falsos, blindaje logístico y una estructura de protección que operaba desde dentro.
El dato frío es devastador: según la misma investigación, en algunos tramos de ductos bajo custodia naval, el huachicol no disminuyó… se profesionalizó. Con uniforme de por medio.
La crítica final no es para la Marina como institución, sino para la ilusión que construimos alrededor de ella. La necesitábamos perfecta para creer que algo en este país funcionaba. Hoy nos toca, crudamente, creer en algo más frágil y más real: la necesidad de mecanismos de control transparentes, de rendición de cuentas férrea y de la madurez cívica de entender que nadie, por encargo divino o histórico, está por encima de la ley. La lección es dura: la confianza no se decreta, se gana cada día. Y hoy, toca volver a empezar.
Y uno lee esto y pregunta: ¿cómo se llega a esto? La respuesta incómoda es que ningún muro es infranqueable para la corrupción cuando el sistema lo permite. La Marina no era un cuerpo de santos; era una institución humana, sometida a las mismas presiones y tentaciones que cualquier otra. El error fue mitificarla, creer que su excepcionalidad la hacía inmune. El poder absoluto, sobre ductos, sobre información, sobre el uso de la fuerza, sin contrapesos civiles reales, en un entorno de opacidad, corrompe. Absolutamente.