Por Israel Reyes

Justo el día en que escribo este texto se le ocurre cumplir años a Antonio Gramsci. Y no puedo evitar dejarlo de lado con todo lo que estamos viviendo en la actualidad. La política internacional y nacional se encuentra en constante incertidumbre; en lugar de millenials nos deberíamos de llamar generación de Schrödinger, porque vivimos en constante incertidumbre.

Antonio Gramsci, filósofo y político italiano del siglo XX, dejó un legado que sigue resonando en la política y la sociedad contemporánea. Su análisis de las dinámicas del poder, la hegemonía cultural y el papel de las ideas en la construcción del orden social ofrece herramientas indispensables para comprender los desafíos actuales. En un mundo donde la lucha por el control de la narrativa es más intensa que nunca, Gramsci nos recuerda que “el viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.

Gramsci redefinió el concepto de poder al introducir la idea de hegemonía cultural. Según él, las clases dominantes no se limitan a controlar mediante la fuerza, sino que logran su posición predominante a través del consenso. Este consenso se construye mediante la difusión de valores, ideas y creencias que parecen naturales y universales, pero que en realidad sirven a los intereses de quienes están en el poder.

En la actualidad, vemos cómo esta hegemonía se manifiesta en el control de los medios de comunicación, la educación y las redes sociales. Las corporaciones tecnológicas, al moldear el discurso público, actúan como los nuevos intelectuales orgánicos, término con el que Gramsci describió a aquellos que producen y legitiman las ideas que sostienen el statu quo. Su advertencia sobre el peligro de que una clase dominante monopolice el poder cultural es más relevante que nunca en un mundo donde algoritmos deciden qué pensamos y consumimos.

Gramsci afirmaba que “todos los hombres son intelectuales, pero no todos desempeñan en la sociedad la función de intelectuales”. Con esto, subrayaba que cada persona tiene la capacidad de reflexionar críticamente sobre su realidad. Sin embargo, la tarea de los intelectuales es organizar estas reflexiones dispersas y convertirlas en un motor de cambio.

Hoy, el desafío para los intelectuales es romper las burbujas ideológicas y llevar el debate a espacios donde la hegemonía dominante no penetre fácilmente. Las redes sociales, aunque frecuentemente criticadas, pueden convertirse en plataformas para que voces críticas articulen alternativas al discurso oficial, desafiando así la hegemonía. Sin embargo, esta lucha es desigual, ya que los mismos espacios digitales son a menudo controlados por quienes tienen intereses económicos y políticos.

Gramsci insistió en que “la verdad es siempre revolucionaria”. Esta frase subraya que la crítica no puede quedarse en el plano teórico; debe traducirse en acción. En un momento donde las desigualdades se profundizan y los derechos sociales están en retroceso, su llamado a vincular teoría y praxis es una invitación a no conformarse con meras críticas académicas, sino a participar activamente en la construcción de un mundo más justo.

Movimientos sociales contemporáneos, como el feminismo, el ecologismo y las luchas antirracistas, ejemplifican esta praxis gramsciana. Estos movimientos no solo denuncian las estructuras de poder, sino que también proponen alternativas, desafiando la hegemonía desde el terreno cultural y político.

Uno de los aportes más influyentes de Gramsci fue su análisis del “sentido común”, que describe como las creencias y costumbres que las personas asumen como naturales, aunque sean el producto de relaciones de poder. Cambiar el sentido común, decía Gramsci, es la clave para transformar la sociedad.

En la política actual, esta batalla por el sentido común se libra en narrativas como el populismo, el nacionalismo o el progresismo. Líderes políticos de todas las tendencias compiten por presentar su visión del mundo como la más lógica, justa y necesaria. Como ciudadanos, nuestro desafío es reconocer estas estrategias y cuestionar lo que se nos presenta como inevitable o incuestionable.

El legado de Antonio Gramsci no es solo un análisis crítico de cómo opera el poder, sino también una invitación a la resistencia. Sus escritos nos enseñan que el cambio es posible cuando se comprende cómo las ideas moldean la realidad. En sus palabras, “educarse a sí mismo para educar a los demás: este es un rasgo del auténtico revolucionario”.

En un mundo donde las crisis políticas, económicas y sociales parecen perpetuas, Gramsci nos anima a no resignarnos. Su filosofía, aunque forjada en otro tiempo, nos ofrece herramientas para comprender el presente y actuar sobre él. Y mientras el claroscuro de nuestro tiempo sigue generando monstruos, es en la construcción de una nueva hegemonía, más justa e inclusiva, donde reside la esperanza de un cambio real.

“Pensar es ya un acto revolucionario; actuar con conciencia crítica, una obligación ineludible para quienes sueñan con un mundo diferente.”