La justicia es para los ricos. Para los que tienen abogados de apellido, empresas que lavan reputaciones y padrinos que saben mover los hilos. Para los demás, la justicia llega tarde, mal y nunca. Carlos Gurrola Arguijo, “Papayita”, lo supo a los 47 años, cuando una “broma” en su trabajo terminó por matarlo.
Papayita era trabajador de limpieza en la tienda H-E-B Senderos de Torreón, contratado por la empresa Multiservicios Rocasa. El 30 de agosto, mientras barría el estacionamiento bajo el sol lagunero, bebió de su botella de electrolitos. El sabor era extraño. La tiró. Horas después, comenzó a sentir ardor, dolor abdominal, dificultad para respirar. Lo que había ingerido no era suero: era desengrasante industrial. Cáustico. Mortal.
La empresa tardó tres horas en avisar a su familia. No lo llevó al hospital. No activó protocolos. Fue su madre, María del Pilar Arguijo, quien lo trasladó a la Cruz Roja. De ahí, a la Clínica 71 del IMSS, donde permaneció internado por más de dos semanas. Murió el 18 de septiembre. Los médicos reportaron daños severos en tráquea, pulmones, riñones. Quemaduras internas. Agonía.
La versión oficial habla de una “broma”. Pero la familia denuncia acoso laboral sistemático: le robaban el lonche, le ponchaban la bici, le escondían el celular. La botella contaminada fue tirada por una compañera, impidiendo conservar evidencia. La Fiscalía de Coahuila abrió una carpeta de investigación, pero hasta ahora no ha encontrado “indicios de delito doloso”. ¿Y el desengrasante en la bebida? ¿Y los antecedentes de bullying? ¿Y el silencio institucional?
La presidenta Claudia Sheinbaum lamentó el hecho en conferencia nacional. H-E-B emitió un comunicado deslindándose: “Papayita” no era su empleado directo. Era del proveedor. El clásico outsourcing de responsabilidades. La empresa asegura que colabora con las autoridades. Pero la familia exige justicia. Y la comunidad de Torreón también.
Este caso no es una anécdota. Es síntoma. En México, según la STPS, más del 60% de los trabajadores subcontratados carecen de protección efectiva ante abusos laborales. Las bromas pesadas, el bullying en el trabajo, la negligencia patronal, no son travesuras: son violencia. Y cuando el Estado no sanciona, se convierte en cómplice.
Papayita no murió por accidente. Murió por una cadena de omisiones, abusos y desprecio. Su historia debe ser contada, no como nota roja, sino como denuncia. Porque si la justicia no alcanza a los humildes, entonces no es justicia: es privilegio.
Que su nombre no se pierda entre carpetas. Que su muerte no quede impune. Que su historia nos obligue a mirar de frente el rostro más cruel de nuestro sistema laboral: ese que castiga la pobreza y premia la indiferencia.