Por Israel Reyes
En el tablero global del poder, los cañones ya no se disparan con pólvora, sino con aranceles, restricciones tecnológicas y vetos diplomáticos. Lo que estamos presenciando entre Estados Unidos y China no es simplemente una disputa comercial: es una guerra en toda regla, solo que con otras armas. Y sí, puede que no haya humo ni fuego, pero las consecuencias ya se sienten en las carteras, en las fábricas y en los supermercados de medio planeta.
Todo comenzó —al menos en su forma más explícita— en 2018, cuando la administración Trump decidió irse con todo contra el déficit comercial con China. ¿La táctica? Subir aranceles a más de 360 mil millones de dólares en productos chinos. China, por supuesto, respondió al estilo Pekín: sin aspavientos, pero con firmeza, gravando bienes estadounidenses y apretando el paso en su carrera tecnológica. Desde entonces, el conflicto solo ha escalado.
Pero con Biden, lejos de bajarle, el tono se ha endurecido. La Casa Blanca ha mantenido las restricciones a empresas como Huawei y TikTok, bloqueado inversiones en sectores estratégicos como los semiconductores y las baterías, y presionado a sus aliados para que hagan lo mismo. Es una estrategia más sofisticada, sí, pero igual de agresiva. En palabras del economista Dani Rodrik, “los instrumentos han cambiado, pero el objetivo sigue siendo el mismo: contener el ascenso de China sin disparar un solo tiro”.
Pekín, por su parte, no se ha quedado cruzado de brazos. Ha impulsado su programa “Made in China 2025”, ha multiplicado su inversión en investigación y desarrollo, y se ha acercado a países del sur global a través de su Iniciativa de la Franja y la Ruta. La ironía es que, mientras Washington busca contenerla, China parece cada vez más decidida a construir un sistema económico alternativo. Una especie de “desglobalización selectiva”.
Pero el verdadero costo lo estamos viendo en otra parte. Las cadenas de suministro están bajo presión. Empresas como Apple, Tesla o Nvidia se encuentran en la cuerda floja, tratando de complacer a ambos gigantes sin quemarse. Y los consumidores —los de a pie, como tú y como yo— pagan más por sus electrónicos, por sus coches, por sus alimentos. Porque cuando dos gigantes pelean, el polvo cae sobre todos.
Y no se trata solo de dinero. Hay algo más preocupante: la normalización del desacoplamiento. El FMI ya advirtió en su informe de 2023 que una ruptura prolongada entre los bloques económicos liderados por EE.UU. y China podría reducir el PIB global en hasta un 7%. Para ponerlo en perspectiva: sería como borrar de un plumazo la economía de Japón.
Además, esta guerra está empezando a tener tintes ideológicos. Ya no es solo “quién produce más barato”, sino “quién controla la tecnología, los datos, el futuro”. Como dijo Martin Wolf, del Financial Times, “estamos entrando en una era donde la economía ya no es el espacio de la cooperación, sino del conflicto estratégico”.
Ahora bien, ¿hay salida a esto? La respuesta honesta es: tal vez. Pero requiere voluntad política, madurez diplomática y, sobre todo, entender que, en un mundo interdependiente, aislarse no es una opción. Porque ni EE.UU. puede sustituir la capacidad productiva de China, ni China puede ignorar los mercados y la innovación occidental.
En otras palabras, el juego de suma cero no le conviene a nadie. Pero, como en toda guerra, a veces el ego pesa más que la razón.
Mientras tanto, el conflicto sigue. Sin misiles, pero con consecuencias. Sin trincheras, pero con víctimas y el reloj, como siempre, sigue corriendo.